por Thierry Meyssan
Desde el
retiro de Fidel Castro, el fallecimiento de Hugo Chávez y la prohibición a
Mahmud Ahmadinejad de presentar un candidato a la elección presidencial en
Irán, el movimiento revolucionario carece de un líder mundial.
Digamos mejor que “carecía”, porque la increíble tenacidad y sangre fría de
Bachar al-Assad han convertido al presidente sirio en el único jefe de un
ejecutivo en todo el mundo que ha logrado sobrevivir a la agresión militar
concertada de una amplia coalición internacional encabezada por Washington y
que ha sido después ampliamente reelecto por su pueblo.
Red Voltaire | 28 de julio de 2014
Bachar al-Assad no tenía intenciones de dedicarse a la política. Su objetivo era hacerse oftalmólogo. Sin embargo, al morir su hermano Bassel, Bachar al-Assad regresó del Reino Unido –donde estaba cursando estudios– y aceptó ponerse al servicio de su patria y de su padre. Al morir este último, Bachar al-Assad aceptó ser su sucesor en aras de preservar la unidad del país. Sus primeros años de gobierno fueron un intento de modificar la composición de las clases sociales como medio de hacer posible un sistema democrático que nadie le exigía. Bachar al-Assad desmanteló pacientemente el sistema autoritario del pasado y comenzó a vincular la población a la vida pública.
Pero, apenas
había llegado al poder, se le informó que Estados Unidos había decidido
destruir Siria. Su trabajo como presidente tuvo que orientarse
fundamentalmente al fortalecimiento del Ejército Árabe Sirio, a la creación de
nuevas alianzas externas y a tratar de frustrar el complot. A partir de
2005, con la aparición de la comisión Mehlis, tuvo que enfrentar la oposición del mundo entero, que le imputaba
el asesinato del ex primer ministro libanés Rafic Hariri.
Sin embargo, no fue hasta 2011 que las potencias coloniales
se unieron contra él y contra Siria.
Y cuál fue
su sorpresa, al principio de los incidentes, cuando al recibir una delegación
de la pequeña localidad siria donde se había registrado la principal
manifestación la única demanda que se le planteó fue que los alauitas
fuesen expulsados del lugar. Indignado, puso fin a la entrevista y decidió
defender a toda costa la civilización siria basada en el principio
del «vivir juntos».
En 3 años,
el tímido médico tuvo que convertirse en líder militar. Inicialmente respaldado
casi exclusivamente por su ejército, fue obteniendo poco a poco el apoyo de su
pueblo, que lo eligió recientemente –en plena guerra– para ejercer un tercer
mandato con el 88,7% de los votos válidos. Eso significa que el 65% de los
electores sirios votó por él. El discurso que pronunció después de prestar
juramento y tomar posesión del cargo expresa hasta qué punto el actual
presidente de Siria ha logrado modificar el curso de los
acontecimientos [1].
El ideal que
expresa en ese discurso es, en primer lugar, el del deber hacia la Patria
republicana. El presidente sirio ha luchado todo este tiempo en defensa de los
hombres y mujeres a quienes se quiso imponer una dictadura religiosa que
en realidad está al servicio del imperialismo. Y a veces, al luchar por
ellos, tuvo que hacerlo en contra de la voluntad de ellos mismos. Luchó
por ellos sin saber si alcanzaría la victoria, porque prefirió morir
por la Justicia antes que aceptar el exilio dorado –pero infamante– que le
ofrecían los «occidentales».
Poco antes,
los dictadores Ben Ali y Hosni Mubarak habían cedido en cuanto fueron
objeto de las primeras presiones de Washington, abandonando sus respectivos
países en manos de la Hermandad Musulmana. Peor aún, el autócrata qatarí Hamad
ben Khalifa Al-Thani abdicó después, como un niño asustado, en cuanto Barack
Obama frunció levemente el ceño. Khalifa al-Thani prefirió irse corriendo a
disfrutar de su fabulosa fortuna, robada al pueblo de Qatar, antes que
arriesgarse a luchar por conservar el trono.
Al principio
se trataba, para Bachar al-Assad, de resistir ante los ataques del imperio.
Pero ante la victoria, le asalta ahora el deseo de ir más lejos, de
cuestionar el desorden mundial. Y hoy se nos revela como un verdadero
líder revolucionario, exactamente como lo adelantó Hugo Chávez cuando el mundo
aún le veía solamente como un simple «heredero». Es por ello que,
independientemente de las bajezas y traiciones de ciertos políticos, Bachar
al-Assad no puede dejar de asumir la defensa del pueblo palestino
masacrado por la colonia israelí en la franja de Gaza.
La
Revolución de Bachar al-Assad es, en primer lugar, una lucha de liberación
contra el oscurantismo religioso, representado en todo el mundo árabe por las
monarquías wahabitas de Arabia Saudita y Qatar. El objetivo de esa lucha es
garantizar el libre desempeño de cada individuo, sea cual sea su religión, y
proclama por tanto su carácter laico al oponerse al conformismo religioso. En esa
lucha plantea que Dios no sostiene ninguna religión en particular sino el reino
de la Justicia común para todos. Y de hecho plantea la creencia como una
cuestión personal y privada de cada cual, haciendo de ella la fuente que
permite a cada individuo hallar las fuerzas para luchar contra un enemigo
superior y vencerlo de forma colectiva.
Como todo el
que ha tenido que hacer frente a una guerra, Bachar al-Assad no ha podido
admitir la idea de que los horrores cometidos sean culpa únicamente de hombres
malos que clavaron «sus colmillos en el cuerpo de Siria, sembrando muerte y
destrucción, devorando corazones e hígados humanos, degollando y decapitando».
Aceptar esa idea simplificadora sería perder toda esperanza en el género humano.
Interpreta, por lo tanto, esos crímenes como desmanes perpetrados bajo la
influencia del Diablo, que manipula a los criminales a través de la
llamada «Hermandad Musulmana».
El nombre
del «Diablo» incluye una referencia etimológica al lenguaje marcado por
la duplicidad. El presidente al-Assad desmantela así el eslogan de las «primaveras
árabes», inventado por el Departamento de Estado Norteamericano para llevar
la Hermandad Musulmana al poder en el Magreb, en el Levante y en la región del
Golfo. En todas esas regiones, los partidarios de la sumisión al
imperialismo siguieron las banderas de la época colonial. En Libia
hicieron ondear la bandera de la monarquía wahabita de los Senussi, y en Siria desplegaron
la del mandato francés, mientras decían emprender una «revolución»…
junto a los tiranos que gobiernan en Riad y en Doha.
La guerra
fue para Bachar al-Assad una larga transformación de orden personal.
La vivió guiado por su ideal de «actuar al servicio del interés
público», de aquello que los hombres de la Antigua Roma llamaban «la República»
pero que los británicos consideran una quimera útil para esconder ambiciones
autoritarias. Al igual que Robespierre «el Incorruptible»,
comprendió que ese ideal no puede tolerar ningún tipo de traición ni,
por ende, ninguna forma de corrupción. Al igual que su padre, Hafez
al-Assad, el actual presidente de Siria vive con sobriedad y desconfía del lujo
ostentoso de ciertos potentados del comercio y de la industria, sean o no
miembros de su propia familia.
Bachar
al-Assad se ha convertido en un líder revolucionario, en el único jefe de
Estado del mundo que ha sobrevivido al ataque conjunto de una amplia coalición
colonial encabezada por Washington y que ha sido después ampliamente reelecto
por su propio pueblo. Con esos logros entra en la Historia.
**********************************************************************
**********************************************************************
No hay comentarios:
Publicar un comentario