15.01.2017
Maquetada sobre un fondo azul océano y unida mediante un arpón a
la cola de una ballena que podría ser Moby Dick, una frase da
la bienvenida a quienes entran a la Biblioteca Pública Pedro Salinas, en Puerta de Toledo:
"Si sales ileso de un libro, es que nunca has leído". Aquello resuena
con fuerza en ese lugar luminoso y amplio en el que valdría la pena quedarse a
vivir, de no ser porque el mundo real reclama con su lista de 'cosas sensatas'
que atender. El póster lleva ahí cerca de dos o tres meses, y
no hay una sola vez en que su encuentro no genere en quien lo mira una plácida
sensación de vértigo. Si no te ha dolido, si no te sacude… es
que no has entendido nada de esa novela, ese poemario o ese
libro de relatos que llevas en el bolso. Porque nadie sale ileso
de un libro. Nadie. Y eso conviene tenerlo claro.
Ya lo dice Alfonso Berardinelli: leer es un riesgo. Una práctica
pirómana del espíritu. Leer nos coloca ante la elección de renunciar a la
inocencia de los estúpidos, de aquellos que –exculpándose en
su necedad- echan balones fuera. Y el asunto no es del todo reprochable, porque
algo compensatorio hay en esa dinámica: ser víctimas –de los políticos, de los
banqueros, de los medios, de los jefes- siempre será moralmente rentable.
Aducir nuestra ignorancia, quedarnos con la primera lectura de
las cosas –la economía del pensamiento y el teorema de la menor
complejidad posible- y unirse a una turba, sea cual sea. Esa
forma de actuar que se cuece en las redes sociales y que viene
alimentada por el analfabetismo de quienes, aun sabiendo leer,
prefieren no hacerlo. Sí, aquellos que, siendo capaces de separar en
sílabas una palabra, difícilmente están dispuestos a desentrañar la complejidad
de cuanto nos rodea, sean libros o hechos reales (aunque la frontera entre
ambos sea una convención).
Parece, de pronto, que el mundo se ha llenado de lectores que han
olvidado leer, que declinan su derecho a ser menos imbéciles, a ir por libre en
lugar de hacer bulto en la turba de alguien más. Hace unos días, el Informe sobre la Lectura presentado por la Federación del Gremio de Editores de España refrendó
datos que tanto el CIS como el Informe Pisa han repetido hasta la saciedad: un 40%
de los españoles asegura no abrir un libro jamás y un 35%
admite no sentir ningún interés por cualquier asunto cultural. A pesar de
semejante mazazo, el informe se permite cierto optimismo al asegurar que se lee
un 11,2% más en los últimos 15 años. Bien, once coma dos por
cierto en quince años. Pero, ¿cuál era la cifra anterior? ¿mayor o menor? Se
lee, bien. ¿Pero qué? ¿Y de qué forma?
La palabra lectura no alude, ni por asomo, a la suficiencia o
dominio básico de la competencia –se puede leer una dirección, un rótulo- sino
de su ejercicio cabal. Que las políticas institucionales de incentivo a la
lectura sean cada día menores –sobre todo en las comunidades autónomas, asegura
el informe- es sólo una de las causas. El Estado no fomenta el fútbol,
ni las tragaperras, ni la costumbre de comer el extremo de la
barra de pan recién horneada, pero lo hacemos. ¿Hasta qué punto no leer es una decisión individual? ¿Acaso el temor a no salir
ileso de ella es mayor a las posibilidades que ofrece? ¿Vivimos mejor tuertos,
cojos? ¿Es más cómodo ser víctima de alguien más?
No sólo se leen libros, también se leen películas, canciones,
conversaciones, episodios de la vida cotidiana. Se es lector como se es humano:
en principio, las 24 horas del día. Hace una semana, en la oscuridad del Teatro Real, un pirata y contrabandista desataba todas
estas dudas en la mente de quien ahora escribe estas líneas. Ocurrió durante la
función de El Corsario, ballet basado en el poema homónimo de Lord
Byron, que se presentó hasta este fin de semana en el teatro madrileño. Pasado por el filtro de la corrección
que enmohece y desnutre nuestra capacidad de reacción, el argumento del
poema romántico difícilmente pasaría la censura moral de estos días.
Publicado en 1814, casi quince años después de la Revolución
Francesa, el poema gira en torno a la figura de Conrad,
trasunto del propio Byron, un personaje que encarna la figura de un joven
apartado de la sociedad, un pirata al que sólo lo redime su amor por una mujer:
Medora. Todo en Conrad discurre alrededor del secuestro y el naufragio,
el expolio y el exceso. Una sucesión de aventuras entre mercados de
esclavos, palacios de ensueño, harenes de odaliscas y
que comienza y acaba con una tormenta y el naufragio del barco del corsario
Conrad. El espíritu del héroe solitario, libertino, que se arroja al infierno
como camino hacia sí mismo e ignora cualquier ley. Es, sin duda, una
constante en el XIX: desde La línea de sombra o El
Corazón de las tinieblas, de Joseph Conrad, hasta el mismísimo Don
Juan, cuya historia nos resulta áspera de tragar hoy día.
Entonces vuelve, cual oleaje, la idea de que nadie sale ileso de
un libro. Las mayores piezas de la literatura han nacido de atroces y luctuosos
hechos, de bajas pasiones y mezquindades. William Shakespeare
no pudo dejarlo más claro con su Ricardo III o su Otelo,
personajes a los que nuestra versión Caperucita Roja del nuevo milenio nos hace
incapaces de soportar ni comprender. Y no porque el hecho de leerlos suponga
solidaridad o exaltación de su naturaleza moralmente reprochable, sino porque
enfrentándonos a ellos saldremos engrandecidos en las heridas que puedan
dejarnos y que, de hecho, dejan impresas en nuestra piel afectiva.
No leemos para confirmar nuestras ideas, sino para confrontarlas.
Para buscar en ellas esa parte oscura que existe de puertas para adentro, esa
versión de nosotros que no nos gusta. Ya lo dice Javier Gomá: vemos realities porque el mal ejemplo, la
miseria de otros, nos absuelve. Ya lo dijo Berardinelli: leer
es un riesgo, acaso y justamente por esa razón, muchos declinan esa aventura.
Qué problema, ¿no?.Sentir compasión por Ahab en lugar de
juzgarlo de viejo oscuro; experimentar la angustia de ese hombre que cruza el Congo a través de un río lleno
de racismo y barbarie. Claro, el mundo siempre será más cómodo cuanto más se
parezca a las bandejas del Mercadona: todo cortadito, limpio y sin estropicios.
Pero, ¡qué cosa!, la vida no es así. Los libros tampoco.
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