Hay un
mensaje que Rajoy y sus hordas mediáticas han emitido con tan denodada
insistencia que finalmente ha sido asimilado por la opinión pública como verdad
revelada: que España necesita urgentemente, a toda costa, a cualquier precio,
un gobierno.
Mariano
Rajoy, durante el pasado debate de investidura. - Imagen Gtres
“Es monstruosa, inconfesable, esa
contradicción de perpetuar el mal para garantizar el bien. La contradicción que
hace de mí un hombre cínico e indescifrable […] Todos piensan que la verdad es
justa... pero conduce al fin del mundo. Y no podemos consentir el fin del mundo
en nombre de la justicia. Nosotros tenemos un mandado, un mandato divino. Hay
que amar mucho a Dios para entender la necesidad de hacer el mal para
conseguir el bien. Esto Dios lo sabe, y yo también lo sé.”
La cita
pertenece a un monólogo ficticio de la película Il Divo (2008) donde el
personaje de Giulio Andreotti hace examen de conciencia y admite su
culpa en los turbios asuntos de la política italiana. Pero se trata de un falso
acto de contrición pues lo que pretende realmente es justificarse a sí mismo,
argumentando que, muy a su pesar, el mal es un medio necesario para alcanzar el
bien. Y aplicarlo es el tremendo sacrificio del político, del verdadero hombre
de Estado.
Para Rajoy, gobernar a toda
costa, aferrarse al poder, continuar en la poltrona para que
nada cambie, es la manera de perpetuar el mal para garantizarnos el bien
Salvando
naturalmente la estatura política que separa a ambos personajes, diríase que Mariano
Rajoy parece ver el mundo de manera parecida. Para él, gobernar a toda
costa, aferrarse al poder, continuar en la poltrona para que nada cambie,
para que España siga degradándose -es decir, hacer el mal-, es la manera de
garantizarnos el bien. El mal en este caso consiste en considerar el poder
un fin en sí mismo, no un medio para conseguir más libertad, mejor
participación, crecientes oportunidades para los ciudadanos. Y, al igual que el
ficticio Andreotti, diríase que Rajoy cree que la verdad puede ser
contraproducente, peligrosa. De ahí sus apelaciones al “sentido común” y… su
empeño en silenciar al discrepante, en condenar al ostracismo a los que no se
avengan a propagar sus consignas, a quienes denuncien que el rey está desnudo.
Un gobierno ¿para qué exactamente?
Hay un
mensaje que Rajoy, y sus hordas mediáticas, han emitido con tan denodada
insistencia que finalmente ha sido asimilado por la opinión pública como verdad
revelada: que España necesita urgentemente, a toda costa, a cualquier precio,
un gobierno. Por eso, la investidura de Mariano constituiría un suceso
inevitable, imprescindible al que nadie debe oponerse. Un mal que, sin embargo,
garantizará el bien de la colectividad… ¿o no?
Se trata,
más bien, de un argumento falaz. Porque lo importante no es el ejecutivo,
tampoco el presidente, sino la línea política, las reformas, la filosofía; en
definitiva, el pensamiento que inspirará las decisiones de un gobierno. Sin
embargo, grandes empresarios, muchos periodistas y demasiados columnistas de
opinión se empeñan en poner el carro delante de los bueyes pregonando que lo
imprescindible es la formación de un ejecutivo... con independencia de la línea
que pudiera seguir después.
Fieles a
este guion, algunos grandes empresarios repiten que "la incertidumbre es
nefasta para los negocios", una melodía pegadiza, sin duda, pero con letra
poco verosímil. ¿No generaría más incertidumbre un ejecutivo en minoría cuya
imprevisible política sería resultado de cambalaches, componendas y trapicheos
con otros grupos? En España, donde las leyes se promulgan a granel, y las
normas cambian de forma acelerada, un gobierno en funciones tiene ciertas
ventajas: se encuentra limitado para modificar arbitrariamente las reglas del
juego. Así, aunque en las alturas se muestren inquietos, la interinidad del
gobierno implica menos incertidumbre para la sociedad pues pone coto a la
continua ocurrencia, capricho o antojo del ejecutivo de turno.
Más allá de
lo que trinen los líderes y pregonen los medios, el ciudadano de a pie no ha
notado los supuestos perjuicios de la ausencia de gobierno. Un fenómeno que
no se debe, como ha apuntado cierto zascandil, a que muchas competencias se
encuentren transferidas a las Comunidades Autónomas, sino a que la
Administración, sea nacional, autonómica o local, es una máquina burocrática
que funciona por sí misma, con independencia de que el gobierno se encuentre en
funciones o en mandato pleno.
Lo importante no es el ejecutivo,
tampoco el presidente, sino la línea política, las reformas, la filosofía; en
definitiva, el pensamiento que inspirará las decisiones de un gobierno.
Sin embargo,
grandes empresarios, intelectuales y periodistas de partido necesitan saber
urgentemente quién diablos repartirá el pastel en esta España de favoritismo,
apaño y enjuague, a quién deben rendir esa pleitesía que les garantice una vida
muelle. Los grandes sectores empresariales porque dependen de un intenso
intercambio de favores con el poder político; ciertos
periodistas porque sus nóminas, y la continuidad de sus medios, dependen de
ayudas oficiales o de la publicidad que contratan las empresas que actúan en
connivencia con los gobernantes.
Por ello,
demasiados creadores de opinión, rompiendo el compromiso de honestidad
intelectual con sus lectores, escriben al dictado de consignas recibidas
desde arriba. Resulta más rentable seguir la estela de la propaganda
oficial que desvelar esa verdad que acarrea "el fin del mundo". Para
estos mayordomos debe haber cuanto antes un gobierno... que favorezca sus
intereses, despellejando a Pedro Sánchez por no facilitar una
investidura como sea. Eso sí, cualquier observador imparcial reconocería que
ninguno de los dirigentes actuales posee cualidades ni actitudes adecuadas para
ser investido presidente y formar el gobierno que España necesita.
Más de lo mismo
Frente a
esta dinámica perversa, el acuerdo de PP y Ciudadanos es pólvora mojada.
150 medidas que dejan helado al ciudadano consciente, no maleado por la
incesante propaganda. Aun siendo algunas bienintencionadas, las propuestas
acaban desembocando en el "mar de lo mismo", esa línea arbitrista,
paternalista y gastadora que pretende resolver con una nueva ley el problema
que creó la anterior. Es un pacto que, de aplicarse, generaría más burocracia,
más legislación, más organismos para colocar a los partidarios... cuando la
solución es precisamente recortar todo ello. Especialmente la legislación,
que debe ser podada con vigor, simplificada hasta que quede en lo
verdaderamente imprescindible.
Tampoco
parecen percatarse de que los pactos anticorrupción son tan absurdos como
las inanes comisiones parlamentarias de investigación, donde nunca se
descubre nada. Cuando la corrupción no es individual, sino organizada, no hay
pacto, acuerdo o ley capaz de atajar el ubicuo enriquecimiento ilícito. Como
también es disparatada la intención de profundizar en la proporcionalidad del
sistema electoral. Señores, no intenten tomarnos el pelo: la
proporcionalidad no mejora la representación del ciudadano, sólo la de los
partidos. Y constituye una deriva que conduce a la Italia de Giulio
Andreotti, la que cebó los escándalos de Tangentopoli.
Somos pocos, pero tenemos razón
Perpetuar el
mal nunca garantiza el bien. El mal, es decir, la corrupción, la degradación, terminan infectándolo
todo y el cinismo alcanza cotas insoportables. Otro conocido dirigente italiano
de la época, Bettino Craxi, es prueba de ello. Acorralado por los
jueces, no negó haber cobrado sobornos. Más bien trató de justificarlos
aduciendo un argumento similar al del cinematográfico Andreotti, pero ya sin la
elegancia del taimado Giulio. Declaró que el cobro de comisiones ilegales
era común a todas las formaciones, la regla general de actuación. Que la
corrupción era el coste de la política, el mal que la sociedad debía aceptar
para mantener una democracia de partidos. Pero, claro, olvidó señalar que
la mayor parte de los sobornos iba directamente al bolsillo de los dirigentes,
no a financiar los partidos.
El verdadero servicio que grandes
empresarios, periodistas, intelectuales y columnistas pueden prestar a sus
conciudadanos es abogar por una profunda reforma política.
Al final,
afloraron en Italia tramas corruptas que enraizaban en todas las estructuras
administrativas del país. Los jueces imputaron a más de la mitad del
parlamento, disolvieron 400 ayuntamientos y comprobaron que las grandes
empresas pagaban anualmente más de 4.000 millones de dólares en sobornos. Los
partidos tradicionales sufrieron un cataclismo electoral, desaparecieron del
mapa. El sistema electoral italiano fue sustituido por uno mayoritario y,
durante algunos años se redujo la corrupción, hasta que la contrarreforma
devolvió el sistema al punto de partida. Lo que, ya puestos, demuestra que, en
sistemas políticos como el español, completamente podridos, las reformas
deben ser profundas, radicales, continuadas. Nunca tímidas, puntuales o
vergonzantes. Tampoco traducirse en una serie de inconexas soluciones
arbitristas que, una tras otra, se disolverán como gotas de agua en el cenagal
del inmovilismo y la corrupción. Máxime cuando aquí, en España, carecemos de
esas estructuras empresariales, de esos intelectuales, de esa sociedad civil de
la que, pese a todo, sí dispone Italia.
La clave no
está en contar con un gobierno cuanto antes: el verdadero servicio que grandes empresarios,
periodistas, intelectuales y columnistas pueden prestar a sus conciudadanos es
abogar por una profunda reforma política, dirigida a instaurar instituciones
neutrales e independientes, contrapesos, mecanismos eficaces de control del
poder, sistemas de representación directa, adecuados métodos de selección de
los gobernantes y una prensa libre e independiente. Unas transformaciones
profundas que eliminen barreras, neutralicen el perverso sistema de intercambio
de favores e impulsen mecanismos basados en el mérito y el esfuerzo, no en
las relaciones, la influencia o la amistad. Esto es lo que realmente puede
beneficiar al ciudadano de a pie; nunca una investidura a toda costa para que
la manivela del BOE vuelva a girar sin control, garantizando el reparto de
favores... a los de siempre. Que no les engañen, el resultado de la votación de
este viernes pasado no es producto del bloqueo, del sabotaje, sino
del agotamiento de esa política que perpetúa el mal para, se supone,
garantizar el bien y... de sus recalcitrantes candidatos.
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