Primera versión en Rebelión el 27 de diciembre de 2014
“Entre los humanos, las trampas se camuflan presentándolas como leyes de la naturaleza.” Ego: las trampas del juego capitalista del alemán Frank Schirrmacher, filósofo y codirector del Frankfurter Allgemeine Zeitung, aplica esto al tiempo presente para explicarnos cómo los economistas se han hecho cargo de la gestión del alma del hombre moderno. Es una historia curiosa que arranca a comienzos de los 90, cuando un gran número de físicos nucleares quedan en paro y acuden a Wall Street en busca de buenos sueldos y posibilidad de utilizar en un campo novedoso la capacidad de sus mentes para describir el mundo por medio de fórmulas.
Estos
físicos que vendieron su alma a los banqueros son los quants. El modelo
filosófico que les habría de servir de fundamento es un resucitado Homo
oeconomicus, un ser cuyo comportamiento se explica puramente por sus
intereses. En el libro se le llama también “Número 2”, porque es quien en un
momento se puso a pensar y actuar en nombre del Número 1, el ser humano real.
Las bases para sus modelos las encontraron en la “Teoría de juegos” y la
“Teoría de la elección racional” desarrolladas durante los años 40 y 50.
“Racional” se usa en este contexto como sinónimo de “lo que persigue fines
egoístas”.
Hay
variantes de la teoría de juegos que muestran los éxitos de la cooperación y el
reparto justo, pero eso no importa. La lógica de la guerra se ha impuesto en la
economía y triunfa en política con la “conversión” de gentes como Tony Blair o
Gerhard Schröder. El monstruo domina el mundo con fórmulas; su herramienta de
destrucción son las matemáticas. Cuando biólogos como Richard Dawkins definen a
los seres vivos como máquinas de supervivencia al servicio de genes egoístas da
la impresión de que no queda más que añadir para sacralizar el egoísmo como
supremo argumento del progreso.
Se repasa en
el libro la historia de la fascinación por los autómatas. Los androides que se
construían en el siglo XVIII en Europa querían ser modelos que explicaran al
hombre, y pronto algunos matemáticos como Charles Babbage (1792-1871) empezaron
a jugar con la idea de una máquina capaz de desarrollar labores que se asocian
al intelecto. Sin embargo, hubo que esperar al siglo XX para que un dispositivo
compitiera con el hombre en este sentido y cuando esto ocurrió, en seguida se
pretendió describir al ser humano como una máquina regida por algoritmos. Hoy
día, los ordenadores controlan la economía mundial y buscan únicamente el
aumento de beneficios. Las crisis recientes demuestran a juicio del autor que
hemos puesto el planeta en manos de un monstruo impredecible. A diferencia de
los que hizo populares el cine, este no aplasta edificios, sino que se limita a
desahuciar a sus inquilinos o arrebatarles sus planes de pensiones.
Nadie
entiende lo que ocurre y los políticos que están a cargo del asunto se refugian
en clichés: “No hay alternativa”, “Si fracasa el euro, fracasa
Europa”. La realidad es que han perdido el control, porque lo que se
despliega son simplemente las estrategias de una guerra no declarada entre los
estados y las entidades globalizadas del mercado financiero, que actúan
simbióticamente con el gobierno de Estados Unidos. La última crisis no fue en
este sentido una situación excepcional, sino una batalla más del conflicto. Los
políticos aceptan que en este enfrentamiento el mercado encarna la “sabiduría”
y los estados han de plegarse a él.
Con el
acceso a un océano de información (big data), es posible una
manipulación perfecta de los consumidores del mercado “libre”, y la coacción
puede vestirse de “libertad”. Nos dirán que descubren y satisfacen nuestras
preferencias, cuando la realidad es que las crean. Nos dirán que cualquiera
puede llegar a dónde sus capacidades le permitan, y que el que “falle” ha de
buscar la culpa en sí mismo. Esta es la ideología que se ha impuesto a nivel
global.
La nueva
visión del mundo tiene algo de mágica. El dinero se produce de la nada en los
laboratorios alquímicos del mercado. La transmutación es obra de auténticos
magos, admirados por todos, pero los que fracasan en el intento han perdido la
opción de denunciar una responsabilidad fuera de sí mismos. La neurosis se
pandemiza, regresa el pecado, y la revolución deviene imposible.
Se recuerda
cómo se aplicó por primera vez en 1924 la obsolescencia programada. El cártel
de las grandes empresas del sector decidió que las bombillas pasaran de durar
300 horas a 200 horas. No obstante, después resultó más sencillo hacer que la
gente interiorizara esta obsolescencia, gracias sobre todo a la publicidad. Hoy
día la obsolescencia se impone a los trabajadores, que han dejado de ser seres
humanos y son considerados exclusivamente en función de su “productividad”. El
hombre sólo existe como un producto sometido a la dinámica del mercado.
La continua
adquisición de datos sobre nosotros tiene como objetivo el desarrollo de
conocimiento que permita el control de nuestro comportamiento, la manipulación
para el consumo y la automatización del trabajo. Mientras se defiende que el
ser humano está dotado ahora de posibilidades infinitas por el acceso
universalizado a la información a través de Internet, la verdad es que nos
vemos obligados a adaptarnos cada segundo al “dios mercado”. Las empresas son
tratadas con la amabilidad que merecen las personas, y estas lo son como cosas.
Las nuevas tecnologías han servido sólo para esclavizar al hombre.
Y cuál
podría ser la vía de salida. Se proponen estrategias. Por ejemplo, no
participar en el juego. A nivel individual, pero también los gobiernos deberían
imponer un realismo humanista a la “economía inmaterial” que domina el mundo.
En Ego: las trampas del juego capitalista, Frank Schirrmacher nos ofrece
un libro complejo, de lectura apasionante y cargado de referencias a todos los
procesos ideológicos recientes que han marcado la historia de Occidente.
Consigue perfilar así la imagen del escenario dantesco al que nos ha arrastrado
la codicia de unos pocos, aliada con el concepto insensato del hombre como
robot egoísta y la tecnología más sofisticada que ha conocido la humanidad.
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